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"El Sostén Involuntario de su propia opresión"


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Nos enseñaron a odiarnos porque las fábricas fabricarían más, y hoy… las fábricas son esqueletos vacíos, desmoronándose como los sueños que alguna vez alimentaron nuestras esperanzas. Nos dijeron que el enemigo no estaba fuera, sino al lado, que aquel que no pensaba como tú era una amenaza para el futuro, y que solo vigilándonos mutuamente lograríamos prosperidad. Nos enseñaron que la desconfianza era una herramienta revolucionaria, que los compañeros de trabajo podían ser saboteadores, y que el silencio y la lealtad ciega a la doctrina asegurarían la eficiencia de las fábricas, los talleres y las industrias. Pero hoy, las máquinas están oxidadas, las chimeneas no expulsan humo, y los pasillos donde una vez hubo obreros son hoy ecos de un fracaso monumental. Las pocas fábricas que aún se mantienen en pie lo hacen con la lentitud de una maquinaria vieja, corroída por el abandono, produciendo lo mínimo, apenas lo justo para mantener la ilusión de que algo funciona. Mientras tanto, el odio que nos enseñaron a cultivar entre nosotros se ha quedado como un veneno latente, una semilla que creció entre las grietas de nuestras relaciones humanas. Nos odiamos, pero ya no sabemos por qué; no hay fábricas que salvar, no hay productividad que alcanzar, solo queda el resentimiento de haber sido engañados.


Nos enseñaron a odiar a la familia porque los centrales molerían más caña, y hoy… la caña crece salvaje en los campos, sin manos que la corten, sin ingenios que la conviertan en azúcar. Nos hicieron creer que la familia era un obstáculo para el progreso, que la única familia verdadera era la patria, y que cualquier amor, cualquier afecto, debía sacrificarse en el altar de la revolución. Nos dijeron que la lealtad al Estado estaba por encima de la lealtad a los nuestros, que debíamos ser duros con los hermanos, con los padres, con los hijos, si queríamos que el país avanzara. Nos dijeron que el sacrificio personal era insignificante comparado con el destino colectivo, y que la caña, ese símbolo de la riqueza nacional, crecería más alta, más dulce, si renunciábamos a los abrazos, a las sonrisas compartidas, a la calidez del hogar. Pero hoy, los campos están cubiertos de caña que nadie corta, y las familias están fragmentadas, divididas por la geografía, por la política, por el miedo. Los padres se fueron buscando algo mejor, los hijos quedaron a cargo del Estado, y los abuelos cuentan historias de tiempos en que, al menos, había algo que cosechar. Las fábricas de azúcar se convirtieron en ruinas, al igual que las relaciones que alguna vez fueron el pilar de nuestra sociedad. Los hogares son fríos, distantes, llenos de desconfianza, donde las palabras “comunidad” y “familia” han perdido todo su sentido.


Nos enseñaron a vigilarnos para que los hospitales salvaran más vidas, y hoy… los hospitales son monumentos de abandono, donde salvar una vida es casi un milagro y las medicinas son tan escasas como la esperanza. Nos inculcaron la idea de que debíamos denunciar al vecino, al amigo, al familiar, porque solo así el sistema de salud podría ser eficiente, porque solo con lealtad absoluta al Estado habría doctores suficientes, equipos médicos funcionando, y recursos para todos. Nos dijeron que la vigilancia era un acto patriótico, que espiarnos unos a otros garantizaría que nadie sabotease el sistema, que todos recibirían la atención que merecían. Nos prometieron un sistema de salud perfecto, accesible y gratuito, pero hoy… los hospitales carecen de insumos básicos, los doctores emigran buscando una vida mejor, y el paciente que sobrevive lo hace más por suerte que por tratamiento. Las camillas están oxidadas, los medicamentos son privilegios que se compran en el mercado negro, y las largas filas para ser atendido son una humillación diaria. Aquellos que una vez creyeron en la bondad del sistema ahora solo ven decadencia. Nos vigilaron, y vigilamos, pero al final, el sistema colapsó, y lo único que queda son los recuerdos de lo que pudo haber sido.


Nos enseñaron a vigilarnos entre nosotros porque la escuela nos haría mejores ciudadanos, y hoy… las escuelas son cárceles ideológicas, donde las mentes jóvenes son moldeadas no para ser libres pensadores, sino para repetir consignas vacías. Nos dijeron que solo a través de la educación revolucionaria seríamos capaces de construir el futuro, que la vigilancia en las aulas era necesaria para evitar que pensamientos subversivos se infiltraran en nuestras mentes. Que denunciar al compañero que pensaba diferente o cuestionaba lo que se enseñaba era una virtud, un acto de fidelidad a la patria. Nos enseñaron que el conocimiento estaba subordinado a la ideología, que la verdad era relativa y que solo la revolución tenía las respuestas correctas. Pero hoy, los estudiantes salen de las escuelas sin una verdadera educación, sin una comprensión del mundo, incapaces de soñar con un futuro más allá de las fronteras que les impusieron. Los maestros, agotados y mal pagados, ya no son guías del saber, sino guardianes de una doctrina que ellos mismos no creen. Y los jóvenes, desilusionados, miran al exterior, buscando en otros países las oportunidades que aquí les fueron negadas. Nos enseñaron a temer el conocimiento, a temer la libertad de pensamiento, y ahora vivimos en una nación donde las escuelas son fábricas de obediencia, no de creatividad.


Nos enseñaron a enfrentarnos para que la revolución sea inmortal, y hoy… el único inmortal es el miedo. Nos dijeron que la lucha no era solo contra el imperialismo, sino contra nosotros mismos, que dentro de cada uno había un enemigo potencial que debía ser exterminado. Nos convencieron de que el enfrentamiento constante era necesario para preservar la pureza de la revolución, que la discordia interna era el precio de la eternidad. Pero hoy, la revolución es una sombra de lo que prometía ser, una construcción frágil sostenida únicamente por la represión y el miedo. Mientras los líderes envejecen en sus tronos, el pueblo se divide cada vez más, enfrentado en pequeñas batallas cotidianas por recursos escasos, por ideales que ya no convencen, por supervivencia. La revolución es inmortal, sí, pero solo porque ha devorado todo a su alrededor, dejando tras de sí un país en ruinas, una población fracturada y una historia de promesas incumplidas. Nos enseñaron a enfrentarnos, a luchar entre nosotros, y hoy somos un pueblo dividido, sin fuerza para levantar algo nuevo.


Y de todas esas enseñanzas, la última es la única que tuvo éxito. Nos enseñaron bien a enfrentarnos, a desconfiar, a vigilarnos, a odiar, y ahora que hemos aprendido, nos exigen más. Nos exigen silencio cuando deberíamos gritar, nos exigen obediencia cuando deberíamos rebelarnos. Nos piden sumisión mientras ellos se enriquece y perpetúan su poder, pero lo más desgarrador, lo más devastador, es que la mayoría obedece. Es en esa obediencia, en esa sumisión generalizada, donde radica el verdadero poder de quienes nos oprimen.


La mayoría obedece, no porque crea en las promesas, ya desgastadas y rotas, sino porque ha sido adoctrinada en el miedo, porque ha sido educada para no cuestionar, para no soñar con una alternativa. La mayoría obedece porque el peso del sistema ha aplastado su voluntad, porque el miedo a la represión, a la exclusión, a la precariedad, ha logrado sofocar cualquier atisbo de disidencia antes de que siquiera pueda nacer. La mayoría obedece porque ha internalizado el mensaje de que cualquier intento de cambio es inútil, que la única manera de sobrevivir es no hacer olas, no levantar la voz, y seguir las reglas, aunque esas reglas sean las que los condenan a la miseria y al olvido.


Es esa mayoría, la que sigue el camino trazado sin levantar la vista, la que se ha convertido en cómplice involuntaria de su propio sufrimiento. Porque en cada mirada que evita el conflicto, en cada boca que permanece cerrada, en cada mano que no se levanta para cuestionar, se fortalece el yugo que los mantiene atados. Nos exigen obediencia, y la mayoría lo hace sin resistirse, porque ha sido programada para aceptar su destino como algo inmutable, como si el sistema fuera una fuerza natural, una ley inquebrantable, cuando en realidad no es más que un constructo mantenido en pie por la sumisión colectiva.


Obedecen porque temen lo desconocido, porque la dictadura les ha hecho creer que fuera de ella solo hay caos, desorden y sufrimiento. Les han convencido de que cualquier intento de cambio solo traerá más dolor, y que la estabilidad, aunque precaria y dolorosa, es preferible a la incertidumbre. Han sido moldeados para creer que no merecen más, que no hay otro futuro posible. Y es en esa creencia donde se cimenta el poder de la dictadura, un poder que no reside tanto en la fuerza bruta, sino en la aceptación pasiva de quienes la sostienen sin siquiera darse cuenta.


La mayoría obedece porque ha sido entrenada en la desconfianza, porque a lo largo de los años el régimen ha sembrado cizaña entre vecinos, entre amigos, entre familias. Nos han enseñado a mirarnos con sospecha, a temer que cualquier gesto de inconformidad pueda ser una trampa, una señal de que alguien está observando, listo para delatarnos. Y así, la mayoría prefiere callar, mirar hacia otro lado, seguir el juego, perpetuar el ciclo. La mayoría se mantiene en silencio no porque no sienta el dolor de la realidad que los rodea, sino porque han aprendido que es más seguro adaptarse que resistir.


Obedecen porque el costo de no hacerlo es demasiado alto, porque el sistema ha diseñado un castigo que va más allá del encarcelamiento o la represión física. Es el aislamiento, la marginación social, el ostracismo, lo que temen. Ven a aquellos que se atreven a hablar, a rebelarse, y los ven desaparecer, no solo de las calles, sino de la conciencia colectiva. Los ven desprovistos de oportunidades, de redes de apoyo, y eso les aterra. La mayoría obedece porque sabe que levantar la voz no solo los expondría a ellos, sino a sus seres queridos, a sus hijos, a sus padres. Y así, el ciclo se perpetúa: la obediencia de la mayoría alimenta la maquinaria opresiva, mientras que el miedo la mantiene en funcionamiento.


Es en esta obediencia donde yace la verdadera tragedia. Porque si esa mayoría, que sabe en su fuero interno que algo está mal, que siente el peso del sufrimiento diario, decidiera por un momento cuestionar, decidiera no seguir las órdenes sin pensar, el sistema se tambalearía. Pero esa posibilidad, ese pequeño rayo de esperanza, se mantiene eclipsado por décadas de manipulación, de coerción, de adoctrinamiento. Nos exigen obediencia, y la mayoría la entrega, sin darse cuenta de que, en esa sumisión, es donde verdaderamente se forja el poder de quienes los someten.


Es un círculo vicioso: mientras más obedecen, más se refuerza el poder de la dictadura, y cuanto más poder tiene, más demanda de obediencia. La realidad en que viven, esa realidad de escasez, de represión, de silencio, no es solo el resultado de la crueldad de unos pocos, sino de la complicidad, aunque involuntaria, de una mayoría que ha sido condicionada a no desafiar lo establecido. Han aprendido que el conformismo es la única vía de escape, aunque en realidad solo los mantiene atrapados.


Nos exigen, y la mayoría obedece. No porque sean malos, no porque lo deseen, sino porque han sido despojados de su capacidad de imaginar algo diferente, algo mejor. Han sido programados para creer que no hay más opciones, que no existe un futuro distinto al que les han impuesto. Y mientras esa mayoría continúe obedeciendo, el ciclo seguirá.

La obediencia de la mayoría es la verdadera prisión en la que vivimos. No son las rejas físicas las que nos detienen, sino las mentales, las que han construido dentro de cada uno de nosotros. Nos han enseñado a obedecer, a no cuestionar, a aceptar lo que nos dan. Y así, esa mayoría sigue siendo la piedra angular del sistema, el sostén involuntario de su propia opresión.

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